Qué más da si Madrid o madrugada cuando suena el despertador con voz tan ronca. Al primer abrir de ojos la arena empieza la carrera por el embudo de un nuevo día, como si alguien le corriera detrás. Te dejas caer en mitad de la calle y el aire te corta las mejillas con zarpazo de sable. Escondes el cuello bajo el abrigo, inalcanzables tus heridas de guerra contra la ciudad vestida de fiesta; semáforo a semáforo desfilas entre desniveles de este monstruo madrugador que es el asfalto en diciembre.
En tu puesto de trabajo caras pálidas y dedos como gusanos encarnados vendrán a pedirte un billete que les lleve a donde no quieren ir: al trabajo, a un examen, de vuelta a una casa donde nadie les espera. Por eso les has visto llorar al retirar su cambio, gracias. A veces abren las manos y dejan caer las monedas al suelo. Sólo a veces por torpeza.
Acabarás el turno y saldrás a la calle, los bolsillos llenos de lágrimas de otros. Serpenteando entre la gente, nadie te mirará ni te tocará. En dos pasos te plantarás en casa, que es el único vientre, y abrirás el buzón pensando que ayer sobró comida, que la vida está muy cara, que mañana todo vuelve.
Pero entre la propaganda y las facturas brillará un sobre arrugado, pequeño, escrito a mano.
No regresa, pero desde una ciudad lejana, impronunciable, piensa en ti mientras pasea por calles iluminadas.
De pronto, la casa es cárcel y no vientre. De pronto, los tejados son ciudades, y las luces, guiños. De pronto, cables como puentes.